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El arte de salvar vidas con historias

Rebeca Hernández Hernández


Cuentan que, en los orígenes de las historias persas, en un tiempo muy anterior al nuestro, existió Sherezada, una joven que había leído mucho. Ella no es cualquier mujer ni está es cualquier historia. 


Sherezada era la hija mayor del visir, estaba formada por un conjunto de virtudes, entre ellas, la belleza interior que se reflejaba en el exterior, era intelectual, culta, inteligente y de buenos modales. 


Su padre era el visir del sultán, llamado Schariar, quien sorprendió a su esposa engañándolo y, cegado por la ira, resolvió darle muerte. Creyendo que todas las mujeres eran infieles y, decidido por la venganza, se unía a una distinta cada noche y, antes del alba del nuevo día, las dejaba sin vida.

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Sherezada ideó un plan tan audaz como desesperado: ofrecerse como esposa. Su padre, aterrado, intentó disuadirla, pero ella, con una serenidad que sólo nace de la certeza más profunda y misteriosa, le dijo: déjame intentar curar esta locura con la medicina de las historias. Y es que, ¿a quién no le gusta una buena historia?

Esa primera noche, Sherezada no suplicó por su vida. En su lugar, tejió con palabras un mundo de magia hasta que el amanecer la sorprendió en el clímax de su relato. El sultán, hechizado, pospuso la ejecución. No por piedad, sino por curiosidad. Por esa ansia universal, primitiva, que nos hace decir “¿y luego qué?”, alrededor de una fogata. Nos gusta escuchar y contar historias. Es un ritmo ancestral en nuestro pecho, un impulso que nos define. Sherezada lo sabía. No estaba recitando; estaba seduciendo el alma del sultán con el alimento que más anhelaba: la narrativa.


Y así, noche tras noche, Sherezada se convirtió en contadora de historias. No eran simples cuentos para entretener, eran instrumentos de enseñanzas. A través de las aventuras de Simbad, el marino o el terrestre, el sultán aprendió que la fortuna sonríe a los audaces. En los viajes de Aladino, vio cómo la humildad y el corazón verdadero triunfan sobre la avaricia. Con los enigmas de los genios, comprendió que la inteligencia y la astucia valen más que la fuerza bruta.


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Al arriesgar su vida cada noche, Sherezada no sólo salvaba la suya. Con cada amanecer que llegaba y su respiración seguía entibiando el aire, una mujer en algún lugar del reino no era arrancada de su familia. Su sacrificio individual se transformó en una redención colectiva.  Fue una guerrera cuya única espada era un: “Érase una vez...”



Sherezada, la contadora de historias, nos legó una verdad eterna: quien domina el arte de narrar, posee la llave para transformar corazones y, con ello, destinos. Porque, al final, ¿qué somos sino las historias que nos contamos y las que estamos dispuestos a escuchar? Ella, con su valentía y su ingenio, nos recordó que en el principio y en el fin, siempre, está la palabra. Y la palabra, bien contada, puede ser el comienzo de todo.

 
 
 

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