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Educación, democracia y postmodernidad

Actualizado: 9 feb




La educación es uno de los fenómenos que mejor permiten distinguir a nuestra especie del resto de los seres vivos. Si bien es posible atestiguar en el mundo animal ciertos procesos de enseñanza-aprendizaje mediante los cuales una generación logra transmitir sus conocimientos a la que le sigue,[1] lo cierto es que es únicamente la especie Homo Sapiens quien ha dado un paso suplementario al crear sistemas de enseñanza establecidos sobre una normatividad compartida que supone la participación de un amplio número de individuos.   


No obstante, si tomamos en cuenta las consideraciones de Carmona (S.F., p. 3), para quien la educación constituye una “función racional, consciente, e intencional, destinada a producir la realización de un ideal humano en los sujetos sobre los que se aplica”, es posible argumentar que se trata de un fenómeno que antecede por mucho la existencia misma de los sistemas educativos modernos. En este sentido, la educación podría ser, incluso, un elemento candidato a integrar la lista de los así llamados “universales humanos” de la antropología, es decir, aquellas características inherentes a todo grupo humano conocido por la historia y la etnografía. 

De manera que, cabe preguntarse, ¿en qué medida la tendencia a educar forma parte de la naturaleza original del ser humano? Y si la educación es una construcción social que surge en un momento histórico preciso, ¿en qué periodo sería más pertinente datar su aparición?

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[1] La primatóloga holandesa Erica van de Waal llevó a cabo un interesante experimento con monos vervet en el que se observa cómo toda una generación de jóvenes primates reproduce los hábitos alimenticios de sus padres, independientemente del sabor o la calidad de los alimentos. Dicho experimento se desarrolló en dos etapas: primero se puso a disposición de los monos vervet dos tipos de maíz, uno azul y uno rojo, estando este último color mezclado con aloe, un sabor particularmente desagradable para ellos. Pasado un tiempo, a pesar de que el aloe había sido retirado del maíz rojo y de que nuevos primates habían sido concebidos en el seno de la manada, prácticamente la integralidad de la misma seguía consumiendo exclusivamente el maíz azul; tan sólo uno de entre los 27 recién nacidos aprendió a comer de los dos tipos de maíz. (De Waal, 2020, pp. 203-204)



Se trata, desde luego, de cuestiones sumamente complejas cuya resolución rebasa el alcance del presente texto.


No obstante, podría aventurarse rápidamente la siguiente hipótesis: si partimos del segundo supuesto aquí esbozado (según el cual la educación es un constructo social), podría argumentarse que no es sino hasta el surgimiento del lenguaje, primera herramienta que permite comunicar información de orden subjetivo (y por tanto, ajeno a la realidad material), que puede llegar a establecerse un sistema de valores compartido y un ideal de ser humano que se desprende del mismo, el cual es presentado a la postre como lo que debería ser la aspiración última de los miembros de un determinado grupo social.



Esta concepción de la educación también puede ser conciliada con la propuesta que hace Brown (idem.) con respecto de los “universales humanos” en el terreno de lo cultural, al hacer notar que los mitos, leyendas e historias contienen en sí mismos los valores y antivalores que se pretenden transmitir a las nuevas generaciones, encarnados en los distintos personajes, arquetipos, héroes y antihéroes que protagonizan dichas historias y que se erigen como modelos de comportamiento cada vez más estandarizados. Dicho de otro modo, tales historias pueden ser vistas como las primeras formas en que se manifiesta el fenómeno educativo.


Lo anterior no son más que conjeturas, por lo que abandonaré por ahora el problema de la datación del origen de la educación y de si éste viene o no aparejado con el lenguaje abstracto. Lo que es importante resaltar en la reflexión que acaba de proponerse es que la educación estructurada en forma de relato parece constituir uno de los métodos de formación a los que más parece haber recurrido el ser humano a lo largo de su historia[2].



De manera sumamente simplificada, podemos distinguir dos relatos preponderantes en torno a los cuales se han constituido los más grandes sistemas educativos que ha presenciado la Europa Occidental a lo largo del último milenio: la doctrina cristiana y el paradigma nacionalista moderno. Cierto, las variables que se desprenden de ambas


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[2] Buena parte de mi argumentación está basada en las ideas de Yuval Noah Harari (idem.), profesor de Historia en la Universidad de Jerusalén, quien atribuye una preeminencia particular a la función narrativa del lenguaje y a su capacidad de construir ficciones y relatos compartidos a fin de explicar cómo es que la especie humana ha llegado a dominar el mundo. De acuerdo con este autor, la cooperación a gran escala entre personas que no se conocen directamente entre sí sería imposible en ausencia de un relato común.   


ideologías son numerosas;[3] no obstante, el rasgo común a esta diversidad de fenómenos radica en su propiedad escatológica, a saber, en la idea de que existe un significado de orden mayor, el cual trasciende al individuo más allá de los límites de su propia vida, y en cuya perpetuación éste (el individuo) debe contribuir.


Así, la labor de ambos sistemas educativos estaba sostenida sobre una promesa específica. Según la tradición cristiana, dicha promesa recae en la vida después de la muerte, materializada en la posibilidad de acceder al Reino de los Cielos o de ser condenado al Fuego Eterno; por su parte, la Nación le reserva, a quien juega a su favor, un lugar privilegiado en el panteón de la memoria nacional y de la Historia Oficial y, a quien juega en su contra, el deshonor eterno bajo el estigma de “traidor a la patria”.  

   

En el ámbito educativo, la naturaleza escatológica de los relatos predominantes y el monopolio de los sistemas educativos en manos de las instituciones de la Iglesia (durante el antiguo régimen) y del Estado-Nación (ya en la Modernidad), se traducen en una doble implicación de suma importancia para la formación de los educandos: primero, que la interiorización del sistema de valores obedecía sobre todo a una lógica de castigos y recompensas; y, segundo, que dichos sistemas de valores eran de carácter cerrado, en el sentido de que encontraban sus límites allí donde la propia comunidad se terminaba.[4]  


Estas dos condiciones entran directamente en conflicto con la realidad de hoy día. Con la irrupción de la postmodernidad, varios de los elementos sobre los cuales se ha sustentado el sistema educativo moderno comienzan a perder vigencia, a saber: “el ideal de progreso, de la razón histórica, de las vanguardias y de la modernización integradora, de las ideologías

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[3] Basta mencionar, para el primer caso, la Reforma protestante con sus múltiples manifestaciones y propuestas alternativas reivindicadas por diferentes teólogos y pensadores cristianos; para el segundo caso, las distintas formas de organización sociopolítica que van desde el liberalismo republicano hasta la social democracia y de los regímenes fascistas del siglo XX al comunismo soviético


[4] De tal suerte que el cristianismo llegó a ejecutar actos prácticamente impensables de ser aplicados al “buen cristiano”, pero de cierta forma justificables si se trataba de castigar a algún otro tipo de persona. La noción de “Guerra Santa”, de la Inquisición o la justificación de la esclavitud bajo el argumento de que en los cuerpos reducidos a tal condición no había ningún alma qué salvar, constituyen buenos ejemplos de ello. Por su parte, los nacionalismos encuentran el ejemplo más ilustrativo de un sistema de valores “cerrado” y hostil a “los otros” en los regímenes fascistas de la primera mitad del siglo XX o, más recientemente, en los populismos de derecha de ciertos países desarrollados. 



y de las utopías”. En su lugar, nuevos valores como “la exaltación de la diversidad, el individualismo estético y cultural, la multiplicidad de los lenguajes, formas de expresión y proyectos de vida, y el relativismo axiológico” toman cada vez un mayor protagonismo (Hopenhayn, en Aguaded Gómez, S.F., p. 4).


La puesta en marcha de nuevas ideas y propuestas educativas —tales como la así llamada “Escuela Nueva” o la educación “antiautoritaria”—, mucho más en línea con los valores de la postmodernidad, constituye un verdadero reto para llegar a ser aceptado no tanto por los educandos, sino sobre todo por sus tutores. Esto se debe particularmente a que estos últimos ya han interiorizado la noción de la educación bajo la lógica dicotómica castigo-recompensa y dentro del marco de un sistema de valores “cerrado”. Y, como la Historia lo ha probado, mientras más significativo es un cambio de paradigma, mayores resistencias se encontrará en su camino.


Tales resistencias son comprensibles desde el punto de vista del “ciudadano común”, por decirlo de alguna manera, pero también del “ciudadano no tan común”. Como Hopenhayn (idem.) subraya lúcidamente: la principal característica de la era postmoderna es “la idea de la indeterminación respecto al futuro”, condición que pone en jaque la misión primera que el imaginario colectivo se hace con respecto del deber de un padre o de una madre: asegurar el porvenir de sus hijos.



Si a esto agregamos el arraigo del “método castigo-recompensa” en la formación de incontables individuos (desde los niños en las escuelas, jóvenes estudiantes o incluso adultos en prisión), el panorama se complica aún más. En suma, educar con métodos nuevos para alcanzar un ideal humano alternativo cuya vida habrá de desarrollarse en un futuro incierto, representa un reto inédito para la humanidad, que ahora parece tener que remar a contracorriente de su propia historia.   


Por otra parte, en lo que respecta al avance tecnológico y al desarrollo de la comunicación en el planeta, vale la pena considerar una dificultad suplementaria para la educación. Esta dificultad tiene dos características estrechamente ligadas entre sí, como si se tratase de dos caras de una misma moneda: por un lado, la exposición a dichos procesos no es homogénea; tal y como lo han señalado autores como Florentino Sanz (2003, p. 330) o el propio Aguaded (ibid.., pp. 16-17), existe una brecha tecnológica e informacional que se abre entre “info ricos” y “info pobres”, cuyo principal peligro sería el de dar paso a mayores desigualdades o incluso a la constitución de una “ciberocracia”. 


Por otro lado, quienes ya se encuentran inmersos de lleno en el proceso de la globalización y que disponen de un acceso privilegiado a las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), deben aprender a navegar en un mundo abarrotado de información de todo tipo, que llega de todas partes en todo momento, y que amenaza con enajenar al individuo.


En este sentido, aprender a interactuar en línea, a discriminar entre diferentes fuentes de información y a utilizar de manera óptima los tiempos de ocio en la red, resultan ser algunas de las habilidades indispensables (existen muchas otras) tanto para el crecimiento personal como para evitar terminar contribuyendo al ensanchamiento de la brecha tecnológica informacional.[1] He allí una tarea pendiente de la educación y de los sistemas educativos.

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[5] Sintetizo mi punto diciendo que el potencial de las TIC es, en realidad, neutral, en el sentido de que dicho potencial puede ser utilizado tanto para buscar alternativas de inclusión para los sectores marginados como para excluirlos aún más. Todo depende de cómo se utilicen. 


Por otra parte, vivir inmerso en el contexto de la globalización y de la posmodernidad implica el enorme reto de construirse una identidad personal y cultural en un entorno en el que confluyen múltiples y muy diversos relatos. Mirando en retrospectiva, es posible decir que la educación auspiciada por la Iglesia o la Nación facilitaba en gran medida la resolución de la ecuación identitaria al otorgar al educando una visión bastante clara del ideal que éste debía perseguir y del lugar que le estaba reservado en el orden terrenal. Las nuevas propuestas educativas, en cambio, al estar mucho más centradas sobre el principio de la autodeterminación del educando, dejan a éste la puerta abierta para atribuir significado al mundo de acuerdo con su propia percepción individual, libre cualquier coacción externa.


Esta concepción de la educación implica un cierto grado de fe en que el ser humano, si se le forma para auto determinarse y para ejercer su libertad, es más proclive a hacerlo de manera ética y generosa que malvada y egoísta. De modo que, de acuerdo con esta visión, si se desea tener ciudadanos libres y capaces de auto determinarse, debería comenzarse por educárseles sirviéndose de un método que los impulse a hacer uso de tales facultades. 


Sin embargo, si retomamos la idea de Harari (idem.) que se ha expuesto con anterioridad, según la cual es sólo a través de las historias comunes que millones de individuos que no se conocen entre sí pueden cooperar de manera efectiva, la necesidad de un relato compartido a escala mundial se revela prácticamente ineludible para los intereses de la educación. Dicho de otro modo, para que el establecimiento de un sistema de valores “abierto” sea posible, es necesario que la idea de una sola y única comunidad humana (sin distinciones de religión, pertenencia nacional o de cualquier otro tipo) logre permear en el espíritu de las nuevas generaciones, lo cual puede ser potenciado desde el terreno de lo educativo mediante la difusión de una historia verdaderamente universal.[6] 



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[6] Subrayo esta última expresión por la razón de que buena parte de los libros de Historia y de los programas curriculares de educación utilizan esta misma expresión para hacer referencia a la Historia de Europa Occidental, lo cual constituye un evidente error, no sólo desde el punto de vista técnico sino incluso moral. 


Varios de los autores consultados para este trabajo parecen coincidir en que el relato en cuestión —o, si se prefiere, la utopía que se necesita para seguir avanzando en materiaeducativa— es el de la democracia.[7] Sin embargo, el reto es significativo porque representa un nuevo cambio de paradigma que consiste, grosso modo, en transitar de las democracias tradicionales, operantes en el marco del Estado-Nación, hacia una “democracia transnacional”, por llamarle de alguna manera. Sin embargo, avanzar esta agenda en un contexto en que, como bien apunta Sanz (ibid., p. 337), “el Estado no ofrece alternativas globales de igualdad”, parece una tarea complicada por diversas razones.[8]


De manera que el objetivo más o menos consensuado que se asoma en la literatura consultada se sintetiza en lo siguiente: dar paso a un nuevo paradigma educativo que persiga un nuevo ideal de ser humano, basado en los valores de la libertad y la autodeterminación, cuyo desenlace no nos lleve a un repliegue individualista y materialista, sino a la búsqueda de una participación generosa y activa en un régimen democrático que tome en cuenta los intereses de todos sus miembros. 


[7] Manifiesto mi acuerdo con tal posición, asumiendo a la vez el propio grado de fe que conlleva el postular la democracia como el mejor diseño sociopolítico posible de entre las numerosas opciones existentes.  

[8] Principalmente porque todo intento de establecer mecanismos democráticos internacionales pueden ser interpretados como un atentado a la “soberanía nacional”. Para ilustrar este punto, podemos referirnos a fenómenos políticos como el Brexit o la elección de Donald Trump en Estados Unidos para el periodo 2017-2021. 


Es en este punto donde la educación social encuentra su misión: hacer de la libertad y la democracia un asunto cotidiano, que tenga lugar más allá de los sitios donde habitualmente se discuten este tipo de temas (como la escuela, las universidades, los congresos, los debates políticos, los tiempos electorales, etc.). Tal y como explica José Antonio Caride (2004), centrar el proceso educativo a los dos ámbitos espacio temporales tradicionales, que son la infancia y la escuela, es reduccionista e incluso anacrónico.


En este sentido, es fundamental señalar que una educación integral debe tomar en cuenta a todos los agentes y lugares de interacción sociales.[9] Además, la educación (entendida de manera general) no debe perder de vista las discusiones políticas, sociales y económicas de su tiempo: es sólo así como podemos darnos cuenta en qué momento se vuelve imprescindible modificar el rumbo de nuestros principios ideológicos y de nuestras sociedades.     


Referencias:

Aguaded Gómez, Ignacio (S. F.). Nuevos escenarios en los contextos educativos. La sociedad postmoderna, del consumo y la comunicación. Universidad de Huelva.

 

Brown, D. (otoño 2004). Human universals, human nature & human culture. Daedalus, 133(4): 47-54.

Caride Gómez, J. A. (2004). ¿Qué añade lo" Social" al sustantivo" Pedagogía"? Pedagogía Social. Revista Interuniversitaria (11), 55-85.

 

Carmona, G. (S.F.). Educación y renovación pedagógica. Universidad de Granada.

 

De Waal, F. (2020). La dernière étreinte. Trad. Cécile Dutheil de la Rochère. Lonrai (Francia): Les Liens qui Libèrent.  

 

Harari, Y. N. (2014). De animales a dioses. Breve historia de la humanidad. Trad. Joandomènec Ros i Aragonès. Debate [Editor digital: Titivillus].

 

LeGoff, J. (1991). El orden de la memoria. El tiempo como imaginario. Barcelona: Paidós, 1991,

 

Sanz Fernández, F. (2003). “Perspectivas actuales de la educación social”. En Tiana, A. y Sanz, F. (coords.). Génesis y situación de la educación social en Europa (pp. 325-353). Madrid: UNED.

Sotelo, I. (1995). Educación y democracia. Volver a pensar la educación1, 34-59.


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[9] De allí el interés de la educación social por desarrollar conocimientos y métodos que busquen comprender otras realidades sociales que ocurren fuera de la escuela (pero que tienen una repercusión en ella). Por ejemplo, situaciones de exclusión social, pobreza, interculturalidad, consumo de drogas, la relación con el medio ambiente, etc.



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